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La Patria a los ojos de Alonso de Ovalle

Dios nos ha regalado algo que supera cualquier expectativa, hay dedicación del Altísimo en lo que presenciamos, y el respeto y cuidado que le debemos a esa belleza, el reconocimiento al lugar, ese del que nada sabe o conoce el turista, esa “ave de paso” que solo sabe destruir o falsear los paisajes que encuentra, debe ser parte de los rasgos propios de un perfil de derecha.

“…un hombre de derecha no puede pasar por tanta belleza sin acusar recibo. Parte del principal proceso de reconocimiento de uno mismo se plantea en la relación que no puede establecer con aquello que lo rodea. En esa interacción se haya el sentido del habitar un territorio –no territorios, por cierto-, de hacerte uno con él. Ese pedazo de tierra, cielo y mar que nos acompaña se vuelve parte del imaginario de un país, de ese común destino al que adherimos y en el cual nos encontramos con los demás.”

La Patria a los ojos de Alonso de Ovalle

La Patria a los ojos de Alonso de Ovalle

No es lo mismo estar en un lugar que habitarlo. Actualmente, cuando simplemente se halla uno en determinadas circunstancias espaciales, el ánimo que embarga es aquel de la premura, el de estar solo porque se necesita, se requiere, o es menester que así sea. Uno está porque es útil o conviene estar.

En cambio, cuando uno habita un lugar, el animus es distinto. El habitar supone el establecimiento de una relación no circunstancial con ese espacio, proceso en el cual uno se hace carne con el lugar.

Cuando el filósofo alemán Martín Heidegger manifestaba su preocupación sobre qué Alemania habitarían los alemanes tras la II Guerra Mundial, y los departamentos o habitáculos que habían sido preparados para sus conciudadanos, estaba realmente planteando la problemática sobre la capacidad de ese ser humano para poder crear mundo [1].

Un mundo es un entramado relacional entre un sujeto y su circunstancia, su espacio y todo lo que en ello se aparece. El individuo que resulta, lo sabe Heidegger, de senda derrota [2] es uno en el que ya no hay un alma. Sin alma, el dasein, ese “que está ahí, siendo”, aunque suene paradojal, ya no está, ya no se extrapola de sí mismo hacia “lo otro”, y mucho menos cuando aquello “otro” es “lo estandarizado”, nos diría el filósofo alemán, cuando todo lo que nos sale al encuentro es “uno y lo mismo”, lo “meramente útil”.

La pérdida de ese ambiente rico y diverso en manos de la estandarización y de lo que durante la filosofía contemporánea será llamado “producto”, es lo mismo que animará al filósofo inglés, Roger Scruton, a replantearse la relación con nuestro entorno en Filosofía verde (2021).

Más allá de los alegatos medioambientalista, que claramente merecerían otro escrito para su adecuado análisis, teme, el pensador conservador, que la campiña británica sea devorada por el crecimiento de la productividad y, en la misma sintonía de Heidegger, plantea la pérdida de sentido del hombre respecto de su entorno.

Sospecho que son muy ciertas las aprensiones de ambos filósofos.

En nuestro país ello se puede ver con total evidencia. Desde las manifestaciones iconoclastas que hemos presenciado desde el 18 de octubre de 2019 a la quema de bosques de manera indiscriminada durante los veranos, hasta la pérdida de conciencia de “lo nuestro”, somos testigos de dicha pérdida de sentido. Parte de la culpa, por supuesto, la tiene el cosmopolitismo exacerbado propio de una izquierda sin raíces nacionales, pero también la tiene ese nuevo ser vacío que es el turista, cuyo padre, el capitalismo posmoderno, ha empujado a dar nacimiento [3].

Ese individuo despreciable, vestido con ropa ligera, que es incapaz de sentarse a apreciar lo que ve, pues inmediatamente saca su dispositivo celular o cámara para interrumpir ese proceso de asimilación entre “yo” y “lo otro”, reemplazando lo genuino por lo falso, “lo que se muestra tal cual” por el “paisaje maquinado”.

Si bien es hijo de su tiempo, asimismo toda su existencia es una señal de desprecio, de mera cosificación del entorno. Todo se transforma en un simple telón de fondo, un decorado para el verdadero protagonista que es el Yo contemporáneo, vacío de consistencia.

[1]  Todo esto lo planteó en su conferencia “Construir, habitar, pensar” en Darmstadt, Alemania en 1951.

[2]  Existe un debate actual acerca de la naturaleza humana revelada tras las guerras mundiales y el fracaso que esto implicaría para el proyecto de la modernidad. En el caso del historiador, Niall Ferguson (2016), el siglo XX sería la evidente muestra de un fracaso, no así para el psicólogo, Steven Pinker (2018), quien argumentará la violencia ha ido en declive a nivel global. Tengo más reparos respecto a esta segunda postura que en torno a la primera.

He ahí entonces que, especialmente para un sector determinado, reviste de notable importancia el volver a apreciar el entorno. El cómo nos reconocemos en interacción con “lo demás” forja los vínculos de “lo nuestro”, en definitiva, de la Patria. Por eso, en lo que sigue, intentaré transmitir esa necesaria mirada a partir de las disquisiciones del sacerdote, historiador, ilustrador y cronista español nacido en Chile, Alonso de Ovalle (1601-1651), quien se dio a la tarea de comunicar a los demás sacerdotes, y a los más importantes miembros de la Iglesia, qué era Chile allá por el siglo XVI, mientras estuvo en Roma.

En esencia, lo que ve o vio Ovalle retrata de cuerpo entero ese país aún no trastocado por la modernidad, lo que es una evidente ventaja a la hora de determinar de qué nos estamos perdiendo bajo la lente de la cámara. No se pretenda ver en esto un alegato contra la civilización, o un llamado ecologista al estilo Nicanor Parra (4).

No. Lo que se intenta es reconstruir ese sentimiento patriótico perdido a través de la evocación de las imágenes que Ovalle nos regala en su Histórica Relación del Reino de Chile (1646), ensalzando “lo nuestro” a partir de la belleza y abundancia de lo que compartimos como individuos pertenecientes a este país.

Habría que partir, entonces, señalando que Alonso de Ovalle mira a Chile como un lugar que no debe envidiarle nada a Europa, al punto de, según él, no ser capaz de comparar y de preferir que inteligencias más pertinentes lo hagan:

[3] Son los mismos turistas que aparecen durante los “días del patrimonio” que se celebran en el país. Al respecto escribí una carta sobre ese día de 2023, en que visité el Banco Central, edificio patrimonial en el cual nos recibió un funcionario público que no tenía idea alguna sobre el origen e historia de dónde trabajaba, aunque ello no fue obstáculo para que los turistas de rigor capturaran sus insulsos momentos en fotos sin sentido. Véase https://www.revistaindividuo.cl/cartas-al-director/patrimonio-2023

[4] Se podría analizar su poema “Soliloquio del Individuo” como un alegato contra civilizatorio. Además, conocemos sus posturas ecologistas. Para ver lo primero, léase Parra (2005) y lo último en Morales (2014).

“(…) confieso que me holgara más hablaran de este país testigos de fuera que le han visto, porque como más libres de la calumnia de apasionados, a que están expuestos los que hablan de sus propias cosas, pudieran con menos temores encarecer las buenas calidades, de que fue N. S.[5] servido dotarle (…)”

(Ovalle, 1888: 57)[6].

Sin embargo, apenas avanzado, se atreve a aseverar que Chile podría ser fácilmente confundida con cualquier región europea y que “(…) quien ve lo uno y lo otro es buen testigo de esta verdad, y ninguno pasa de esta parte a aquella que no lo note” (Ovalle, 1888: 61). Por lo mismo “(…) en todo lo descubierto de la América no sé qué haya región ni parte alguna que vaya en todo tan conforme con Europa, como esta de Chile” (Ovalle, 1888: 58).

Desde allí, el sacerdote proclama para toda la Iglesia que Chile ha sido bendecida por Dios, especialmente por un elemento sin igual que no existiría en todas las regiones de América: la abundancia. Desde sus tierras, los ríos y arroyos, las condiciones de su mar e islas, y hasta de sus regiones más australes; el símbolo inequívoco es la condición pletórica de regalos y milagros que el Altísimo prodigó para los habitantes de esta región tan aislada. Iremos señalando cada uno de estos elementos.

Y, justamente, uno de los más importantes para nosotros como derecha –y como país, qué duda cabe- tiene que ver con el campo chileno. Como cualquiera sabe, el sector central de nuestro país le dio origen a Chile [7]. El historiador no lo desconoce, por lo mismo, describirá hermosamente su constitución y los momentos que las distintas épocas del año nos regalan en él:

“Con las lluvias y primeras yerbas del invierno parece que se dispone la tierra al nuevo adorno y hermosura de las flores, con que ha mediado agosto comienza la primavera a hermosearla, las cuales duran hasta que el sol comienza a apretar con sus calores por diciembre y nacen con tanta abundancia y de tantas especies, que parecen los campos pintados y hacen una hermosísima vista (…)”.

[5] “Nuestro Señor”.

[6] Todas las referencias textuales corresponden al libro editado por Imprenta Ercilla de 1888. Además, las citas corresponderán a los libros primero, segundo y tercero, que eran pertinentes para el objetivo del ensayo. Por otro lado, me permitiré actualizaciones ortográficas para una mejor comprensión del texto. En todo caso, una versión más antigua, que incluye las ilustraciones del cronista, puede encontrarse en https://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-8380.html [1] De partida, son los hacendados agrícolas que se hicieron ricos comerciando con el Virreinato del Perú los que llevarán a cabo el proceso de emancipación. Véase Holt (2014).

[7] De partida, son los hacendados agrícolas que se hicieron ricos comerciando con el Virreinato del Perú los que llevarán a cabo el proceso de emancipación. Véase Holt (2014).

(Ovalle, 1888: 62).

Es tanto el regalo, que los frutos y las hierbas no tienen parangón. La fuerza de la tierra que acompaña al campo chileno es clave. En el caso de los primeros “(…) son muchas y de varias suertes y maneras, y de las de Europa solamente falta alguna u otra que aún no ha llegado, porque en llevándola, o en pepita, o hueso, o planta, prende luego con tanta fuerza que admira” (Ovalle, 1888: 71) y, en el caso de lo segundo, “(…) la tierra arroja y produce estas yerbas, que es tanta, que en muchas partes no se distinguen los campos incultos de los mismos sembrados” (Ovalle, 1888: 66). En todos los casos, el campo chileno está bendecido. El ilustrador incluso llega a comentar:

“(…) en algunos valles de este Reino, a ciertos tiempos del año, cae sobre las hojas de las plantas un rocío tan espeso, que, congelándose a manera de azúcar y guardándose a sus tiempos, sirve de casi lo mismo que servía el maná”.

(Ovalle, 1888: 113).

La imagen es notable. Uno solo puede vislumbrar gracia. La misma que alimenta los ríos y arroyos de este reino. El sacerdote, en sus viajes, tuvo que cruzar hacia Cuyo, en la que pudo cerciorarse de la riqueza de las aguas chilenas. Mientras pasaba esa cordillera, de la que ya hablaremos, Alonso de Ovalle nos maravillará con su descripción:

“Menester fue para contrapeso y alivio de los peligros y penalidades de estos caminos, que templase Dios sus rigores con el entretenimiento de tantas y tan alegres fuentes y manantiales, como los que se van descubriendo y gozando por ellos; vénse algunos descolgarse de una imperceptible altura, y no hallando obstáculo en el espacio intermedio, saltar esparcido todo el golpe del agua, que suele ser muy grande, y desbaratándose en el camino en menudas gotas, hacer en la bajada una hermosísima vista como de aljófar derramado, o perlas desatadas (…)”.

(Ovalle, 1888: 85).

Son tantas las aguas y variadas en su manifestación que, en sí mismas: “No es lo que menos hace admirable esta cordillera la abundancia de fuentes, manantiales arroyos y ríos que a cada paso encontramos en ella cuando la atravesamos de una parte a otra” (Ovalle, 1888: 84). En el fondo, la visión de Ovalle sobre ello será glorioso y, por lo mismo, ya se encontrará a sí mismo incapaz de emitir tal condición bajo palabras:“(…) no es posible decirlo todo, ni por más que se pinte se podrá jamás arribar a la verdad de lo que allí se ve, porque verdaderamente es todo tan

extraordinario y de tan admirable composición, que la narración más simple parecerá artificiosa, solamente con ajustarse con las particularidades, diversidad y gracia de estas fuentes”.

(Ovalle, 1888: 88).

Así, comenzará una descripción de los diversos ríos y arroyos que alimentan las tierras chilenas que debiera dejar a todos sin habla. Especiales serán el río Maipo y el Biobío, a los cuales dedicará largas descripciones. Sobre el primero “(…) el famoso Maipo (…) es tan rápido en su corriente, y algunas veces se ensoberbece y crece tanto, que no hay puente por fuerte que sea, que no se la lleve por delante (…)” (Ovalle, 1888: 91); y acerca del segundo, incluso condiciones curativas:

  “(…) es el más poderoso de todos los demás de Chile (…) lo que le hace más digno de sus alabanzas (…) [son] las saludables aguas de que se compone, y dejando aparte la excelencia de pasar destiladas por entre vetas de oro (…), tiene una singular de un rio que entra en él, el cual nace y pasa por entre zarzaparrillares que, comunicándole sus virtudes y cualidades, hacen sus aguas salutíferas y contra muchas enfermedades

(Ovalle, 1888: 96).

No obstante, las cualidades de los ríos y arroyos del país, que el cronista reconoce, existe otro hito geográfico, portentoso regalo que Dios nos hizo, que les otorgará esas características. Para Ovalle, este fenómeno no tiene comparación: “La cordillera de Chile, que podemos llamar maravilla de la naturaleza, y sin segunda, porque no sé qué haya en el mundo cosa que se le parezca” (Ovalle, 1888: 76). Las montañas chilenas serían de otro nivel. No habría necesidad humana de ornamentarla, siquiera:

“No tiene necesidad de industria humana, ni que el Inca gastase sus jornales para hacer admirable lo que por su naturaleza lo es tanto como esta cordillera en todo lo que se extiende y corre por la jurisdicción y reino de Chile, como se verá discurriendo por menor por algunas de sus partes y propiedades (…)”.

(Ovalle, 1888: 77).

Lo más admirable, para el sacerdote, será, además de su altura, aquello que le hace sentir como si fuera: “(…) por aquellos montes pisando nubes (…)” (Ovalle, 1888: 77), y como si estuviera a una distancia que hace ver a los demás como “(…) pigmeos, y a mí me parecía temeridad o cosa imposible el haber de llegar allá” (Ovalle, 1888: 85); pero, sin duda, será su belleza lo que causará el arrobamiento del historiador. Estando arriba, en ese viaje ya comentado, nos dirá: “(…) no parece en él una nube, ni se ve en muchos días, y entonces, rayando el sol en aquella inmensidad de nieves y en aquellas empinadas laderas y

blancos costados y cuchillas de tan dilatadas sierras, hacen una vista que aun a los que nacemos allí y estamos acostumbrados a ella, nos admira y da motivos de alabanzas al Creador, que tal belleza pudo crear (…)”

(Ovalle, 1888: 84).

Ese testimonio que es la cordillera de la providencia divina vuelve a reflejarse en otros aspectos de nuestro país, pues: “La abundancia y fertilidad de este reino no solamente se ve y goza en sus tierras y valles, sino también en toda su costa, y en las peñas y riscos donde azota el mar” (Ovalle, 1888: 123). Ese “…mar que tranquilos nos baña” realmente nos prometía el esplendor, como decía Eusebio Lillo [8]

en tanto nos asegura abundancia, al igual que toda nuestra tierra. Entre peces, caracoles y conchas, de los cuales “Fuera nunca acabar referir todas las especies que hay (…)” (Ovalle, 1888: 124), y erizos, que el sacerdote “(…) aunque también se hallan en otras partes, nunca los he visto tan grandes como en aquellas costas, donde los hay en grandísima abundancia (…)” (Ovalle, 1888: 126), también está la reina de los seres del mar:

Dé principio a esta materia de los peces la ballena, pues su grandeza parece que la hace reina de todos los demás, y si donde está el rey está la corte, podemos dar este título entre las demás partes de este elemento austral a aquellas de Chile, donde hay tanta abundancia de ballenas, que no sé dónde se hallan más (…)”.

(Ovalle, 1888: 127).  

Esta abundancia se dará en toda la costa nacional, desde Arica a Magallanes, en todos los puertos, pasando por todas sus islas, archipiélagos y fiordos: “(…) dicen de la armada de Guillermo Sceuten [9] que llegando a las islas de Juan Fernández (…)  fue tanta la abundancia de peces que allí toparon, que en muy poco espacio de tiempo cogieron una gran suma de robalos (…)” (Ovalle, 1888: 130); así como también su enormidad y belleza:

Los lobos marinos que se crían en casi todas aquellas costas, se puede decir que son sin número, según la multitud que hay de ellos; he visto tantos, aun fuera del agua, tomando el sol sobre las peñas, que no solo las cubrían, pero estaban unos sobre otros, y no pudiendo caber tantos juntos, rodaban al mar sin poderse tener. Y son tan grandes como terneras, ni se diferencian de ellas en los bramidos que dan. En el viaje de Hernando de Magallanes, dice Antonio de Herrera, que, en el río de la Cruz, en el Estrecho, cogieron uno tan disforme, que sin el cuero, cabeza y pecho pesó más de diez y nueve arrobas castellanas (…)”


[8] Las letras de la canción nacional son sumamente bellas, pero también lo es la poesía de Eusebio. Véase en Lillo (1923).

[9] Willem Schouten, marino holandés que recorrió los canales magallánicos. Para mayores detalles véase su relación sobre su viaje por dichas zonas en De Guzmán (1619).

(Ovalle, 1888: 128).

Por supuesto, no se quedan atrás los bosques y aves de nuestro país, empezando por los especímenes propios del campo chileno, los cuales el historiador califica de providenciales. Hablando del valle central, manifiesta: “Los árboles, aunque silvestres, llevan frutas de la tierra muy sabrosas. Críanse en ellos muchos y varios pájaros que, con su dulce música y armonía, hacen mayor y más apacible el entretenimiento de los que van allí a holgarse” (Ovalle, 1888: 113). Y son tan enormes, que algunos no le merecen envidia al género europeo:

“Algunos árboles no exceden en la grandeza a los de Europa, como son los guindos, membrillos, almendros, albaricoques, granados, olivos, naranjos, limones y cidros, duraznos y melocotones (…) pero las higueras crecen tanto, que careando el tronco, ramos y fruta de las de Chile con todas las demás que he visto en Europa y en otras partes de las Indias, se puede decir con toda verdad que tiene una por cuatro, y algunas más; engruesa tanto el tronco, que son menester dos, o tres o cuatro hombres para abrazarle. Los camuesos no exceden la medida ordinaria, pero de los manzanos he visto algunos tan crecidos como olmos. Los perales son mucho mayores, y más que todos, los morales y nogales (…)”.

(Ovalle, 1888: 150).

Las aves, que ya mencionábamos, también deben ser mencionadas. Las hay tantas y tan diversas, que Ovalle no puede sino emocionarse al describirlas, empezando por el águila:

“(…) la reina de todas (…) las hay allí muchas y son muy comunes, si bien de las reales o imperiales se han visto solamente en dos tiempos, el primero cuando entraron en aquel reino los españoles, y el segundo el año de cuarenta, cuando, como veremos adelante, los araucanos rebeldes rindieron otra vez su indómita cerviz a su Dios y a su Rey (…)”.

(Ovalle, 1888: 134).

La presencia del águila tenía algo de divino, como puede verse. Es lo que ocurre cuando habla de la ballena, y también cuando habla del caballo. En Chile los animales tienen algo celestial. Nótese como describe al último animal mencionado:

“(…) son de tan buenos talles, bríos y obras, que no les exceden los napolitanos que tengo vistos, ni los andaluces de quien traen su origen; porque siendo de tan buena raza y habiendo hallado la tierra tan connatural y a propósito, no han tenido ocasión de bastardear

(Ovalle, 1888: 146).

En definitiva, Chile es un pedazo del cielo. Ese mismo cielo del que el sacerdote alardea ante los miembros de la Iglesia, al decir “La común voz de cuantos han visto y habitado aquel país, es que su suelo y cielo y el aire intermedio, si tiene igual en lo restante del mundo, no tiene superior (…)”

(Ovalle, 1888: 139). Nuestro cielo, ese “…azulado, cruzado por brisas”, cuyas estrellas “(…) en cuanto a su grande número y muchedumbre y a lo terso y despejado del cielo donde están, no hay quien no reconozca la ventaja que hacen a otras partes” (Ovalle, 1888:139), es el más hermoso, según el sacerdote, y en donde con mayor claridad y preciosidad puede verse: “(…) su resplandor y hermosura es bellísima y lucidísima en aquellas partes el camino de la vía láctea”

(Ovalle, 1888: 142). Y es que todo, cielo, mar y tierra, es obra y gracia divina. Ovalle no se cansará de explicar que todo responde a la voluntad de Dios, quien procuró preparar el escenario para los devotos de estas tierras. El historiador era, a su vez, un divulgador de la fe. Como miembro de los jesuitas [10], había tenido tiempo entre los naturales, y había visto con sus propios ojos el avance del cristianismo en estas tierras y lo difícil, según él, de dedicarse a la tarea, teniendo tanta belleza en derredor:

“(…) todo lo puede haber hecho el Autor de la naturaleza, que tan liberal y benéfico se mostró con aquel país, donde son tantas y tan maravillosas las singulares propiedades de que goza, que no es mucho no se sepan todas, particularmente que los que nos empleamos en aquellas partes en la conquista espiritual de las almas, nos queda muy poco tiempo para escudriñar estas y otras curiosidades y secretos de la naturaleza”.

(Ovalle, 1888: 118).

La divina majestad ha bendecido esta tierra y a él hay que entregarse. Esa fe y sorpresa ante la belleza divina que nos rodea es lo que nos hace falta con suma urgencia:

“(…) ni hay otro remedio para estos aprietos, sino solo del cielo, como lo experimenté yo en una ocasión en que hallándonos muy apretados de sed, sin podernos remediar tan prestos, porque estaba muy lejos el agua, fue Dios servido de enviarnos un aguacero una noche, con que llenándose muchas pozas que había en la tierra, bebimos todos y el ganado se satisfizo e hicimos provisión para adelante, dando gracias a su Divina Majestad por habernos socorrido en tan grande aprieto y recreándonos con su paternal providencia”.

(Ovalle, 1888: 200). En conclusión, un hombre de derecha no puede pasar por tanta belleza sin acusar recibo. Parte del principal proceso de reconocimiento de uno mismo se plantea en la relación que no puede establecer con aquello que lo rodea. En esa


[10] Un excelente análisis del papel de los jesuitas en la historia del Imperio español y sus efectos en distintos líderes latinoamericanos de hoy en Zanatta (2021). Otros análisis pueden atenderse en Claro et.al. (2024).

interacción se haya el sentido del habitar un territorio –no territorios, por cierto-, de hacerte uno con él. Ese pedazo de tierra, cielo y mar que nos acompaña se vuelve parte del imaginario de un país, de ese común destino al que adherimos y en el cual nos encontramos con los demás.

Y, particularmente, espero que pudieran ver a través de los ojos del sacerdote lo majestuoso que es nuestro país, nuestra tierra, y el vínculo irrompible que ella genera, el amor que despierta.

Dios nos ha regalado algo que supera cualquier expectativa, hay dedicación del Altísimo en lo que presenciamos, y el respeto y cuidado que le debemos a esa belleza, el reconocimiento al lugar, ese del que nada sabe o conoce el turista, esa “ave de paso” que solo sabe destruir o falsear los paisajes que encuentra, debe ser parte de los rasgos propios de un perfil de derecha.

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William Tapia Chacana, filósofo, profesor, politólogo

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