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La importancia de la probidad

Señor Director:

Todos nos hemos sentido cabizbajos, taciturnos, con frecuentes accesos de furia al encender la televisión o al escuchar la radio cuando vuelven a mencionar el tema de las licencias médicas fraudulentas que ocuparon funcionarios públicos de diversos niveles y reparticiones para engañar a la autoridad e irse de viaje mientras, se supone, estaban convalecientes. La indignación es mayor, especialmente, porque sabemos que el Estado, en estos últimos años, a pesar de lo que indica el artículo 1° inciso 4° de nuestra Constitución, ya no está “al servicio de la persona humana”, sino que, a la inversa, somos nosotros quienes estamos al servicio del Estado y su poderosa e indolente burocracia.

Esta sensación -justificada, por lo demás- se exacerba cuando notamos las cifras del delito: millonarios montos que afectan al erario y veinticinco mil funcionarios involucrados, de los cuales ya más de mil han renunciado para evitar sumarios administrativos y sanciones al respecto. Cuando ahondamos de manera particular, el asunto ya raya en lo obsceno: médicos del aparato público que se habrían otorgado licencias médicas a sí mismos, o funcionarios que habrían estado ausentes por cuatrocientos días, siendo que el año dura solo trescientos sesenta y cinco. Más encima, muchos de los familiares y amigos del “Presidente” también estarían inmersos en esta farsa: desde el Subsecretario de Telecomunicaciones, Raúl Domínguez, amigo personal de Gabriel Boric, hasta su cuñada, Fiona Bonati.

Quizá una de las cosas en las que debiéramos reparar es en lo evidente: los funcionarios públicos, más allá de acusar a la contralora Dorothy Pérez de tener motivaciones políticas, o la excusa que el propio Presidente esgrimió para defender a los burócratas de turno, tienen sus propios intereses y no creen en la función pública.

El filósofo, jurista, político y escritor chileno Juan Egaña, ahondó en este punto. Habiendo sido exiliado con su hijo Mariano al Archipiélago de Juan Fernández, en el contexto de la Reconquista española, tuvo tiempo suficiente para reflexionar sobre los cambios y reformas que nuestro país necesitaba, una vez este se independizara. Tras el triunfo de los radicales patriotas, publicaría una serie de cartas entre 1819 y 1820 llamadas Cartas Pehuenches, libro del que se lanzarían varias ediciones a lo largo de la historia de Chile. En dichas cartas, Egaña, al igual que aprovechó de hacer Montesquieu en sus Cartas persas de 1721, criticará una serie de aspectos que considera cruciales para el devenir del país. Desde el alcoholismo, los juegos de azar, hasta la práctica de la justicia, todo pasará bajo el ojo inquisidor de Egaña. No por nada la Constitución que redactaría en 1823 sería sindicada como “moralista”: Juan Egaña era un verdadero monje, en ciertos aspectos. Con todo, entre todas estas prácticas reseñadas y criticadas por el abogado en sus cartas, aparecerá la de la función pública. Aludirá sobre el particular que los funcionarios públicos, para hacer bien su trabajo, deben detenerse en varios elementos, pero uno es esencial: creer que de su quehacer depende la felicidad pública.

Por supuesto, el concepto utilizado por Egaña empuja a sospechar. Desde ya debemos ponernos en alerta y entender que aquellos sistemas políticos que pretenden conocer de antemano lo que nos hace felices están a un paso de establecer un régimen totalitario. Mismo ejercicio replicaba el utilitarismo de Jeremy Bentham, maestro de John Stuart Mill, quien alegaba en su libro Introducción a los principios de la moral y la legislación de 1789 haber diseñado un sistema que permitía calibrar y sopesar las preferencias de los sujetos, el llamado cálculo hedonista, herramienta que habilitaría a diseñar e implementar políticas públicas que facilitarían la consecución de la felicidad pública. Influenciado por estas ideas, los socialistas británicos como Robert Owen intentarían instalar sus prerrogativas radicales. En consecuencia, tampoco es extraño que el estudioso de las ideas Bernardo Subercaseaux califique a Egaña como un republicano francés, estilo Revolución francesa, y ya sabemos, por cierto, lo que eso implica.

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Sin embargo, si extraemos las lógicas republicanas totalitarias francesas del discurso de Egaña, podemos notar que la exigencia hacia el aparato público y sus personeros tiene sentido. Un funcionario público que no esté convencido de que su cometido importa y que puede afectar a los ciudadanos si esta no se lleva a cabo del modo correcto, tenderá siempre a la improbidad. Entender aquello es comprender suficientemente el para qué del Estado. Quienes han llegado en el último tiempo a formar parte de la burocracia chilena, lo han hecho para servirse del aparataje estatal, no para cumplir con su deber público. Creer en la función pública es dejar de lado los intereses personales o, al menos, eso se espera, y una gran parte de ellos no lo creen así. Si bien el desfalco al erario público ha ocurrido desde tiempos inmemoriales, explotó en este Gobierno porque ni el mismo presidente está convencido de esto que estoy mencionando. En contrario, él también llegó a servirse del Estado, teniendo en cuenta que jamás ha vivido a sus propias expensas y tampoco lo hará en un futuro próximo.

Por de pronto, entonces, queda claro, lamentablemente, que, en la medida que no se tome en serio de qué trata la función pública, asumiendo los costos que involucrarse en tal función implica, la inversión de la dinámica entre Estado y ciudadanos no cambiará. Tomando los resguardos debidos, Egaña nos obliga a reflexionar sobre aquello. Es hora de tomar las medidas necesarias para disminuir la posibilidad de que aquellos que llegan a servirse del poder público lo adquieran efectivamente.

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