“Recuperar la salud democrática pasa por reivindicar el debate frente a quienes, en nombre de consensos engañosos, han legitimado la politización del dolor”
En un artículo de opinión en el portal theobjective la abogada Guadalupe Sánchez y autora del libro ‘Populismo punitivo’ (2020 Ed. Deusto) nos hace reflexionar con el siguiente escrito:
Dijo Margaret Thatcher que la confrontación de opiniones es la materia de la que se compone la democracia. Frente a los regímenes autocráticos que no admiten en el espacio público versiones alternativas a la que emana de la oficialidad, los Estados democráticos y de derecho se erigen en garantes del pluralismo político, por ser el cauce idóneo para que la voz de los ciudadanos electores llegue a las instituciones.
Por eso me preocupa profundamente la pulsión totalitaria, cada vez más arraigada, de hacer pasar por consensos lo que en realidad no son más que dogmas que se instrumentalizan políticamente para deshumanizar al que disiente o plantea razonadamente sus dudas.
Efectivamente, el feminismo o la ciencia climática se han convertido en el parapeto idóneo para catalizar profundos cambios sociales y legales que no admiten crítica o contestación, so pena de cancelación y/o muerte civil: rechazar decrecer para combatir el cambio climático o cuestionar el posible origen intencionado de un incendio te convierte en un negacionista. Reprobar determinados aspectos y efectos de la ley de violencia de género, por muy palmarios que sean, te transforma en un peligroso machista, en el abanderado de un mundo donde las mujeres malviven sin derechos, sometidas al yugo patriarcal.
El recurso a estas falacias no obedece únicamente a un rechazo por el debate, sino también al miedo que genera en algunos el tener que prescindir de una herramienta electoral poderosa que permite distraer la atención del personal cuando sea menester. Porque que nadie se lleve a engaño: esta insistencia partidista de poner el foco de la campaña electoral en la violencia de género obedece mucho más al oportunismo que a una preocupación sincera por la situación de las víctimas o los elementos cuestionables de la ley.
Hasta tal punto está llegando la desvergüenza que en determinados ámbitos de la izquierda no han dudado en recurrir al machismo —al que personifican en Vox— para justificar sus amorales pactos de gobierno con un partido que integra en sus listas a terroristas condenados. Afirman sin sonrojarse que mueren más mujeres a manos de sus parejas que víctimas mortales provocó ETA con sus atentados.
«Es imperativo reformar determinados aspectos sustanciales de la ley de violencia de género»
La miseria moral está alcanzando cotas difíciles de superar. Hay quienes aprovechan sus portavocías mediáticas para argumentar a favor de la reinserción de asesinos sanguinarios como Txapote —que habría pagado sus deudas con la sociedad—, mientras claman al cielo porque el cabeza de lista de Vox en Valencia resultara condenado hace unos treinta años por insultar a su mujer, de la que se estaba divorciando. ETA ejecutó fríamente a mujeres y niñas, pero la exclusión del móvil del género asiste a los mezquinos que precisan acallar sus conciencias.
Yo me alegro de que la irrupción de Vox en consejerías y concejalías sirva para poner sobre la mesa debates que estaban en la sociedad pero que desde las instituciones se han empeñado en silenciar, como el de la violencia de género. Aunque no les niego que, cuando escucho a políticos y medios abordar este tema -en uno u otro sentido- me quedo con la amarga sensación de que se limitan a repetir eslóganes y que, llegado el caso, serían incapaces de fundamentar su postura.
Pero más allá del lema o de la pancarta, subyace una realidad jurídica y social que se ha acallado durante demasiado tiempo: es imperativo reformar determinados aspectos sustanciales de la ley de violencia de género. Para empezar, es irracional imponer el machismo como la causa subyacente tras cualquier agresión sufrida por una mujer a manos de su pareja o expareja.
La violencia rara vez es monocausal y que se desprecien factores como la enfermedad mental o las adicciones es del todo punto contraproducente, tanto desde el punto de vista de la prevención delictiva como del de la asistencia y reparación a la víctima.
En segundo lugar, ha de acabarse con la asimetría penal que determina penas mayores para los varones no en atención a la gravedad del acto cometido, sino al sexo del autor. La entidad del delito es la que debe determinar la proporcionalidad del castigo, no la biología.
«Los protocolos policiales que se activan por violencia de género son a menudo desproporcionados y excesivos»
Como resultado de lo anterior, habrá que reformar también las competencias de los juzgados de violencia contra la mujer. Dado que lo que la determina es la relación entre el sujeto activo y el sujeto pasivo del delito, deberían pasar a conocer también de aquellas agresiones cometidas por parejas del mismo sexo, no solo de aquellas cuyo autor sea un varón y la víctima una mujer.
En tercer lugar, planteo la necesidad de dar una respuesta al ingente número de denuncias instrumentales que atascan los juzgados, se usan torticeramente para conseguir ventajas en los procesos de separación o de divorcio y, además, distraen recursos valiosos para las verdaderas víctimas. Hay que poner coto a esta práctica deleznable que, en no pocas ocasiones, promueven compañeros abogados o asesores a sueldo de la administración.
Y no quiero dejarme en el tintero la presunción de inocencia, cuya dimensión extraprocesal a menudo se olvida cuando el delito imputado es el maltrato. Los protocolos policiales que se activan por violencia de género son a menudo desproporcionados y excesivos. Por no hablar de que hemos normalizado que políticos y medios de comunicación condenen a los detenidos aun cuando no haya mediado ni juicio ni sentencia.
Soy consciente de que se trata de propuestas que me exponen a ser etiquetada con calificativos peyorativos, cuando no linchada. Pero recuperar la salud democrática pasa por reivindicar la necesidad del debate y de la reflexión frente a quienes, en nombre de consensos engañosos, han legitimado la politización del dolor.