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Mi Noche Con Lola por Francisco Lizarazo

Una vez escuché que solamente se escribe de aquello que se conoce y por eso me preguntaba qué hacía sentado allí.
MI noche con Lola
Cuento

No dejo de pensar en aquellos ojos negro y la última vez que los vi.

Una vez escuché que solamente se escribe de aquello que se conoce y por eso me preguntaba qué hacía sentado allí.

No soy un gran bebedor, me mareo rápido, fumar me causa tos, será porque nunca aprendí la técnica. Así que estando en ese bar que parecía un sauna por el calor y por el humo, no podía parecer más fuera de lugar.

La cerveza no podía estar más caliente – porque tenía tiempo servida – y ni un sorbo le había dado, así que decidí irme, nada me ataba al lugar, lo mejor era pagar y salir del lugar.

Pero como dice el refrán “el hombre propone y Dios o el Diablo dispone (de acuerdo con las convicciones de cada quien y su estado de humor) una mano huesuda en la barra llamó mi atención. Seguramente esa extremidad femenina pasaba de los 70 años, aunque sí reconozco que estaba cuidada, uñas largas pintadas de un rojo intenso y un anillo de rubí (no si verdadero o de vidrio) en el dedo con el que se insulta. En el dedo meñique (el que se usa para hacer cerrar tratos) llevaba una perla negra brillante y en el dedo pulgar (el que usan algunos para solicitar que lo lleven o lo que se llama un aventón) tenía un anillo de coco o con algo que parecía algo céltico.

Y ahí estaba yo, con mis pensamientos sobre los años de aquella mujer que solo a la tercera vez que me habló entendí que me estaba diciendo que si me cambiaba la cerveza, que ya estaba caliente como “orina de gato”. Moví la cabeza y la vi.  Solamente puede asentir y ella presta y veloz me trajo una nueva bebida en un vaso helado, que se le notaba la escarcha en el borde, a pesar del infierno que había en el bar.

–          “Me llamo Lola”

Pareció que estaba acostumbrada a hablar con los clientes, aunque obviamente yo no encajaba en lo que se tiene por un “bebedor” asiduo a un bar.

Le dije mi nombre y ella medio sonrió.

“Soy cubana y fui corista en un night club antes de la revolución de Fidel, de las que usaban plumas rojas y un gran collar para bailar merengue y cha-cha – chá”.

Esa confesión, así de entrada, sin yo haberle preguntado nada, me hizo comprender que soy buen oyente, lo que pareció gustarle a Lola, acostumbrada a ser la que siempre escucha. Mi silencio le pareció una invitación a seguir contándome de su vida.

–          ¿Eres escritor? Porque no te veo bebiendo.

–          Bueno, intento. Le dije con algo de pudor, lo reconozco.

Esas dos palabras bastaron para escuchar la risa más estridente y alegre que había oído en mi vida, bueno… tampoco es que tenía un catálogo de risas en mi existencia.

–          “Estas en lugar ideal, porque aquí cada noche se juntan los de siempre, se escriben guiones, novelas negras y se escriben páginas de trucos”.

Escuché esas palabras y me pregunté dónde había oído algo igual… ya me acordaré me dije.

–          ¿Qué escribes? me preguntó Lola como en confidencia, para que nadie me robara la idea que estaba trabajando.

–          Aún no sé qué voy a escribir. Tengo varias ideas en mente, pero ninguna me terminaba de convencer.

Ella me miró y se alejó diciendo que debía atender el “negocio” pero que no me fuera porque quería seguir.

Al rato, uno de los que trabajaban en el bar, de pantalones y saco negro con camisa blanca y una rosa en el ojal, llegó con una cerveza en un vaso largo y me dijo:

–          Lo mandaba Lola y pidió que la esperes.

Aproveché para preguntarle quién era ella y solo me dijo que en la esquina estaba un presidiario, justo frente a la barra. También hay un notario y un poco más allá estaba un separado con una viuda.

Como el tiempo pasaba y Lola no regresaba, luego de contar las servilletas de la barra, comer maní hasta acabar la provisión y probar la cerveza, decidí hablar con el señalado como el presidiario – dudado un poco – porque la pinta del tipo no era precisamente una invitación a la charla amena.

Armado de un falso valor me acerqué para saber más de la dueña del negocio. Comencé con la pregunta más inocente posible, por aquello de que una cara de idiota abre más puertas que el más altanero.

Oye, ¿qué sabes de Lola?

El hombre me miró como tratando de reconocerme o quizás preguntándose ¿y este payaso quién es?

Lo dejé escudriñarme esperando que eso diera sus frutos y después de un rato, con cara de pocos amigos, una marca en la cara – si ya sé que suena a novela barata, pero era verdad – el tipo se puso de pie – resultó que era más bajo que yo – y me dijo en voz tan baja que la mitad de lo que dijo no lo entendí y la otra creo que me lo inventé.

–          “Dicen que viene del Copacabana, un sitio en La Habana y que era la novia de Rico”…

–         

–          Mmm, eso me sonó a canción, dije yo.

Pero el presidiario no me escuchó o no le importó porque siguió hablando:

 “ella estaba de amores con el de la barra, un tal Tony, simpático, conversador, pero más celoso que Otelo”.

En resumen, según el presidario, el Tony no se aguantó la manera en que Rico trataba a Lola y lo enfrentó, sin saber que Rico era hombre de armas tomar y luego de un disparo, la sangre corrió y Tony quedó en el suelo.

Reconozco que soy muy poco crédulo, así que no me tragué esa historia de folletín y me encaminé hacia el notario y lo invité a un trago.

El notario no parecía ser el típico burócrata detrás de libros, que uno se los imagina de traje gris o marrón, sin llamar la atención. Este más bien se asemejaba a una estrella de cine; bien vestido, las manos cuidadas, unos lentes de marca, un bigote al estilo Dalí y con más de un diente de oro, como si fuera un cantante de rap.

Entre trago y trago y cada vez con la lengua más suelta, me dijo:

–          “Conocí a Lola en este mismo bar, pero de eso hace unos cuantos años y en ese entonces siempre andaba con vestidos de plumas, un largo collar – a veces de perlas, otras de estrellas e incluso había ocasiones en que llevaba una gargantilla que se veía de las caras – y su vestido siempre abierto atrás, con la larga melena negra, amarilla o colorada”.

–          “Normalmente no miraba a nadie, pero siempre mimosas bebía mimosas, sin dejarse conquistar por los Don Juan que pululaban por el bar. Aunque se comenta que sí se entregó presta a algunos amantes, a pesar de “su manto de fría dama, porque tenía escondidas tremendas armas, para las batallas del cara a cara”.

Esa última frase me pareció conocida de alguna canción, pero no quise interrumpir a este locuaz historiador, aunque debo reconocer que me costó mis monedas poder obtener esa revelación, porque será contador, pero bebía como alma en pena.

Al fin se fue el contador con más palos encima que cajetilla de fósforos, así que enfilé mis pesquisas de escritor en el separado y su pareja viuda.

Diré que no fue fácil hablar con ellos, porque estaban más interesados en la intimidad que les daba el bar, que en estar contestando preguntas de un quién sabe quién era yo.

Tuve que esperar como 10 minutos a que se fijarán que estaba frente a ellos, porque entre besos y caricias, ellos se sentían en otro lugar y ni con mis toses, ni “hola” los pude interrumpir.

En un descanso de los besos y cuando les dije que quería saber de Lola, el separado se lanzó un buche de licor en la boca y me tomó del brazo, para apartarnos de la mujer.

Se notaba que había bebido más de lo que yo le he hecho en toda mi vida y mientras encendía el cigarrillo eléctrico, me dijo:

–          “Soy pendenciero y mujeriego hasta que me muera, aunque a tres mujeres quiera”.

Aquello me pareció un comentario de un payaso fanfarrón y por la mirada de la viuda entendí que no estaba muy desviado de mi apreciación. Igual le volví a preguntar por Lola.

Como si se sintiera un espía a punto de revelar los mayores secretaros de la historia, miró a los lados y despachó a la viuda. Cuando se cercioró que nadie podía escucharnos, se acercó y me dijo que el día que la conoció o más bien la noche:

–          “Fue amar y amar pero que lo cómico fue que al despertar me dijo son ochenta de los verdes Y eso por tratarse de ti”.

Me aleje de esa confesión y entendía que el recuerdo no era muy bueno sobre Lola, pero como un caballero que dijo ser, sigue viniendo al bar, porque está un poco enamorado de ella, y que a veces Lola le da un beso en la barbilla, por el tiempo pasado.

Regresé a mi lugar en la barra para esperar a la dueña que ya se tardaba más de lo necesario y yo había bebido más cervezas de lo debido, por lo que fui al baño, pero antes de entrar, un tipo me encaró y se presentó como el “decano”. Tendría unos 60 años, calvo con bigote negro y anteojos de catedrático.

–          “Si quieres más de Lola te doy daría información, pero no de gratis”.

Eso despertó mis instintos de huida, pero el hombre me tranquilizó y me dijo que no buscaba amores de hombres, sino que le invitará el whisky más caro del bar.

Yo sudé, y pensé…ahí van mis ahorros, pero estaba dispuesto a pagar si podía conocer más de ella.

–          “Lo que te voy a contar no se lo puedes decir a nadie” “Conocí a Lola en otro bar, de menos clase y fue ella la que me encaró diciéndome que se llamaba “Amparo y te quiero conocer”, mientras me daba un beso en la mejilla”.

Según el hombre, de beber ron pasaron a chupar tequila, con todo y limón y que una cosa llevó a la otra y terminaron en un hotel cercano. Aquí la confesión del “decano” se hizo más personal y bajita de voz.

– “El caso es que, al día siguiente, muy educada Amparo me dijo No pasó nada, no te levantes y me dio un beso y desde ese día no bebo más tequila, solo ron y con mucha gaseosa”.

Uyyy, me dio pena esa revelación y decidí marcharme del bar. No tenía más nada que hacer o a quién preguntar. Pero cuando estaba listo para pedir la cuenta y ver cuánto me había salido la noche, apareció Lola con una gran sonrisa y unos lentes de nácar, que me hizo recordaba a mi abuela Berta.

–          ¿Tienes tiempo para una o dos copas más?

No quería quedarme, es la verdad, la cuenta era alta y ya no tenía ganas de seguir gastando solo por saber la vida de una mujer a quien no conocía, Vacilé en decir que sí y decir que no, pero al final… dije que sí.

–          ¿Estuviste preguntando por mi verdad? Ya me contaron, me dijo de entrada.

–          Sí y por lo que veo “tienes historias, aunque más que historia son poemas”… ¿Yo dije eso en voz alta?

Ella se río como lo había hecho hace horas.

–          “Luego de Tony pasé la vida buscando “noches de gloria como alma en pena””.

Mmmm…  inmediatamente dije que esa frase me sonaba conocida.

Dijo que le había ido mal y que había pasado “de mano en mano, de boca en boca, de cama en cama, como una muñeca que se desgasta”. 

No supe si creerle o no, ya esas frases me parecían muy estudiadas y hasta contadas en otros lugares.

Reconozco que cada vez que iba y venía de la parte interna del bar o que iba al cajero a depositar la consumición no dejaba de pensar en la “manera de caminar, y la que soberbia en su mirar”, y sí… ya hasta parezco que estoy repitiendo frases oídas o leídas en las redes.

Por fin dejó de trabajar y se sentó frente a mí, de este lado de la barra y dejó esa posee de dama seria y fría, mostrándome una imagen de “una muñeca que se desgasta, se queda vieja y la pena arrastra”… ya otra vez me salió la letra de una canción

–          “A veces viene al bar un policía que bebe rodeado de ladrones. Incluso hay tres banqueros, esos de allá, los reconocerás por sus corbatas y aunque están casados, siempre llevan los anillos bien guardados”.

Para que me ayudara con mis notas para escribir, aunque ni sabía de qué iba a escribir luego, Lola me señaló a tres italianas que estaban al fondo y que – según ella – estaban echando “a suertes a los tres de la corbata”.

Las mencionadas señoras tendrían, entre las tres más de dos siglos, pero – eso sí – muy arregladas, cabello blanco las tres, bien peinadas, se nota que no les faltaba el dinero y que sabían gastarlo en la peluquería y en el guardarropa, sin olvidar la atención a sus manos, con joyas ostentosas y lo más reciente en la moda de la manicura.

Yo estaba embelesado escuchando la voz de Lola, quien entre copas, idas y venidas me contaba sus historias, de amor, de ilusión, de borracheras y amanecidas en camas ajenas.

–          “No siento remordimiento por lo vivido”

Eso se lo podrás hacer creer a un niño de cinco años, pensaba yo, porque – entre cuento y cuento – entre tragos y tragos, se notaba cansancio en su voz y que no todo era vivir la vida, sino que había arrepentimiento de algunas cosas hechas en su largo trajinar.

Cerca de las 4 de la mañana – recuerdo que vi en el reloj las 3 y 55 – Lola me habló de un Lord, que vive a unas tres calles, y que en su mansión siempre se está entretenido, que le gusta vivir entre amigos y con mucha pasión.

–          “Si te portas bien, te llevaré a conocerlo”.

Eso fue lo último que salió de su boca, porque a continuación se escuchó un estruendo tan grande que todo se apagó. Las luces, la música, las conversaciones cesaron y solo invadió el silencio.

Gritos, humo sofocante, agua, era todo lo que podía escuchar y sentir.

No supe de mí, solo que al caer al suelo vi lo ojos de Lola, abiertos, negros, grandes, pero sin vida, sin esa chispa y melancolía que ni dos minutos antes me estaba regalando.

Más gritos, llamas que quemaban, calor, agua corriendo y empozada, chapoteo, órdenes, sirenas, y gente corriendo era todo lo que podía escuchar y mucho dolor es lo que sentía en ese momento.

No sé cuánto tiempo pasó, ni qué pasó a continuación, sé que los recuerdos se confunden ahora en mi memoria, pero pasé mucho tiempo en un hospital, solo, parece que nadie quería visitarme y tuve que acostumbrarme a ello.

Esa soledad me dejaba tiempo para pensar, y hacer acopio de lo que había vivido esa noche en el bar, al que sí recuerdo haber ido sin ninguna razón, solo para “inspirarme” porque quería escribir algo.

Ha pasado más de un año de aquella noche y me costó tiempo volver a ese bar, donde conocí a Lola, donde vi sus ojos negros por primera y última vez. Del local no queda nada, dicen que lo van a convertir en un estacionamiento.

Muchos curiosos se siguen acercando al lugar donde estaba el bar de Lola y entre rumores pude enterarme que fue una bomba lo que acabó con el lugar.

Las teorías dicen que fueron enemigos del presidiario que era habitual y quisieron acabar con él, porque pensaba delatarlos y hacer un trato con la policía.

Pero otros dijeron que la bomba fue contra el decano, que estaba a punto de volar con los fondos de la universidad.

Los adictos a las novelas policiales aseguran que el objetivo de aquella explosión era acabar con la vida del policía, ese que bebía rodeado de ladrones

No faltó quien dijera que la bomba la mandó a poner el esposo de una de aquellas italianas que coqueteaban con los de las corbatas. Pero también hubo la teoría de que el blanco era la propia Lola por sus historias y lo que sabía de sus clientes habituales.

Lo cierto es que parece que nadie sabrá nunca la verdad de lo que sucedió aquella noche en que conocí a Lola y entonces entendí que tenía mi historia y que debía escribir de esa noche.

Con un objetivo claro – contar lo que viví esa noche – me marché de lo que fue un bar, mientras la jamaicana, a quien conocí en la casa del Lord meses después de salir del hospital, empujaba mi silla de ruedas, porque aquella noche no solo conocí a Lola, sino que perdí mis dos piernas a causa de una de las paredes del bar que cayó sobre mí.

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