Los resultados de las recientes elecciones municipales y de gobernadores han dejado una conclusión clara: ningún partido o coalición puede declararse vencedor absoluto. La fragmentación política y la falta de una representación dominante han evidenciado, por, sobre todo, la desconexión entre las élites políticas y la ciudadanía. Esta elección, con un histórico 80% de participación gracias al voto obligatorio, parece ser un reordenamiento más que un triunfo para algún sector en particular.
El Partido Republicano, aunque logró concentrar una significativa cantidad de votos, no logró capitalizarlos en cargos electos en la misma proporción. En la práctica, esto no constituye un triunfo, sino una señal de que tener apoyo popular no necesariamente se traduce en capacidad de representación efectiva. Por otro lado, la coalición de gobierno de izquierda, aunque resistió el impacto del Caso Monsalve mejor de lo esperado, tampoco salió vencedora. Perdió comunas emblemáticas como Santiago Centro y Ñuñoa, aunque pudo obtener triunfos en la región de Valparaíso y la comuna de Puente Alto. Esto pone en evidencia una realidad: no se trata de una victoria clara para ningún bloque, sino de un realineamiento político.
La noción de que la mayor parte del electorado chileno se posiciona en el centro también ha quedado desmentida. Con solo un 9% de representación en cargos electos, el centro político se ha visto disminuido drásticamente, siendo el sector más afectado en esta elección. Las cifras de esta votación confirman que lo que algunos veían como un “gran bolsón” de votos en el centro no era más que una percepción errónea. Así, la idea de que Chile es un país predominantemente de centro ha perdido peso, mostrando una ciudadanía más polarizada y menos representada por las fuerzas moderadas.
Esta elección contrasta con la de 2020, cuando el voto voluntario permitió una mayor representación de la izquierda en casi todas las gobernaciones y municipios, con una participación cercana al 47%. Aquella elección marcó un auge de las fuerzas de izquierda radical, pero los resultados de este año, con una participación significativamente mayor, han reflejado una realidad política distinta, desmintiendo la narrativa de que Chile se inclinó de manera definitiva hacia la izquierda. En su lugar, queda claro que la clase política no ha logrado representar adecuadamente la posición real del electorado, lo cual se traduce en un mayor apoyo a los candidatos independientes, tanto en pactos como fuera de ellos, quienes han sido los verdaderos triunfadores de esta jornada.
El descontento con los partidos políticos tradicionales es evidente, con una ciudadanía que percibe a estos como instituciones desconectadas y orientadas más hacia sus propios intereses que hacia el servicio público. La derrota de figuras emblemáticas como Marcela Cubillos en Las Condes y el rechazo a Karla Rubilar en Puente Alto son muestra de que la ciudadanía rechaza las imposiciones partidarias y exige un vínculo más genuino con sus representantes. Los “dedazos” ya no funcionan; la gente exige autenticidad y propuestas claras.
En definitiva, esta elección debe ser un llamado de atención para los partidos políticos. La ciudadanía ha expresado su descontento con una clase política que no parece interesada en defender ideas o proyectos claros para el país, sino en la búsqueda de triunfos circunstanciales y cortoplacistas. Si los partidos desean recuperar la confianza de la gente, es tiempo de renovarse, de escuchar más y de dejar de ver los municipios y gobernaciones como feudos o bolsas de empleo. Esta elección, más que un triunfo de algún sector ha sido una lección que debe aprenderse.